Por norma, los ciudadanos tienen un mal concepto de los políticos, sobre todo inmediatamente después de algún caso de corrupción. Y razón no les falta. Por mi parte, cuando no dispongo de suficiente información sobre un caso, pues no opino. Eso no quiere decir que calle sobre nuestro sistema político que da pie a meter la mano en las arcas públicas.
No faltan los ejemplos de personas que están en política por dinero, ni tampoco los mercenarios a sueldo de las clases adineradas, ni tampoco los líderes sociales profesionales que se venden al mejor postor. Todos ellos no son políticos, son gentuza sin escrúpulos, líderes obreros, empresariales y políticos que dominan a la perfección el arte de la retórica para confundir y lograr anteponer sus intereses. Si además dentro de su partido o asociación se fomenta la corrupción, entonces aparece ese personaje público repelente e engreído que está en posesión de la verdad. Y como está respaldado por un partido o grupo poderoso, pues pretende estar por encima de la ley, demostrando toda su arrogancia, descaro y chulería cuando habla en público, algunos con acento pijo.
Lo que entendemos por políticos, son en realidad gestores. Son personas con vocación pública e inquietudes sociales, que están en política para aportar conocimientos, experiencia, ilusión y trabajo, por supuesto, todo ello desde una óptica ideológica. Son fieles peones de las directrices de su partido y por regla general cumplen con su cometido y trabajo. Pero la figura del gestor se desvirtúa cuando, desde arriba, están obligados a actuar al límite de la ley. Unas veces, para este tipo de encomienda son necesarios gestores inteligentes, preparados y de plena confianza. En otras ocasiones, sólo se necesitan subordinados agradecidos, capaces de ejecutar las órdenes sin hacer preguntas, y si es posible, poco espabilados para no descubrir la trama.
Al igual que el enigma del huevo y la gallina, nunca sabremos si primero nació la corrupción desde la clase política o desde la empresarial. Éstos se confunden, hay empresarios que se disfrazan de políticos y políticos que se camuflan de empresarios. Lo cierto es que el sector público gestiona mucho dinero y los empresarios, como es lógico, buscan negocio allí dónde se encuentra. No es momento de culpar o disculpar a unos y a otros, y la justicia debería ser ejemplarizante con sentencias severas en todos los casos de corrupción. Pero eliminar a los corruptos no garantiza terminar con la corrupción.
Con la Constitución del 78, la Administración pública se descentraliza, se democratiza, pero sobre todo se expande y multiplica. En aras de una mayor asignación de recursos, las sociedades estatales, autonómicas y municipales escapan del Derecho administrativo, considerado poco dúctil y eficaz, por sus excesivas suspicacias y controles, y optan por el Derecho privado, mucho más ágil y operativo. Todo esto se consigue gracias a una serie de leyes promulgadas, la mayoría, en la segunda mitad de la década de los 90 y casualmente con gobierno del Partido Popular. La consecuencia primordial que se deriva de este cambio es la inaplicación de la legislación sobre contratos administrativos, en especial de los procedimientos de selección de contratistas, así como del régimen de función pública para su personal, todo lo cual ya no se controla por la jurisdicción administrativa, sino por la civil. La evasión a fórmulas organizativas que admiten la utilización del Derecho privado, va encaminada a liberarse de los rigores del control del Derecho público en materia de retribuciones funcionales, selección de contratistas, control de las intervenciones, etc.
A mi juicio, el Derecho privado no sirve para garantizar los principios de igualdad, mérito y objetividad, porque en el Derecho privado son irrelevantes. Hay que desmitificar la creencia en la mayor eficacia de la Administración cuando actúa sujeta al Derecho privado porque no está condicionada por el riesgo empresarial, es dinero de los ciudadanos y los gestores no corren el riesgo de la quiebra empresarial. Las administraciones públicas sufren dos procesos de expropiación, una por la clase política y otra por el sector privado, conjugadas ambas a través de fórmulas negociables que permiten marginar el empleo de servicios propios y de la clase funcionarial.
Esta solución ignora las raíces históricas del Derecho administrativo que se sustancian en la protección del interés público precisamente contra los administradores, que ahora son, cada vez más, miembros de la clase política y/o empresarial, o están subordinados a ellas mediante variadas fórmulas de clientelismo. Mientras tengamos leyes confusas y discrecionales, y de dudosa constitucionalidad, que regulen la Administración pública, siempre habrá corrupción.
Fdo: Luis Perant Fernández